viernes, 4 de junio de 2010

Vivir el cuento


Nunca vi muchas películas Disney, quitando Alicia en el País de las Maravillas y Pocahontas. Así que mis altas expectativas en cuanto al amor verdadero eran culpa principalmente de Conan y Valeria, Baby y Johnny, Buttercup y Westley, mi hermana y mi cuñado.

Mi hermana aún me leía cuentos por las noches cuando se convirtió ella misma en La Princesa Protegida.

No lo buscó: su amor la encontró cuando ella tenía 16 años y nunca más se separaron. Juntos vencieron todas las dificultades, que al principio eran muchas. Tenían absolutamente a todo el mundo en contra; nadie daba un duro por ellos. Se podían buscar problemas serios de verdad, problemas de adultos que yo no comprendía porque tampoco nadie me explicaba.

Yo era una mocosa de ocho años que vivía el cuento, mi hermana era la Princesa Protegida y nuestros padres eran los Reyes Serios, que cada fin de semana nos llevaban al pueblo para evitar que ellos se vieran. Allí mi hermana se encerraba durante horas en su habitación, su torre, a lamentarse por no poder estar con su amor.

Un jardín de rosas blancas era el suelo de la habitación cuajado de klínex mojados de lágrimas de princesa adolescente. A veces cogía su Vespino blanca (no teníamos caballo) y se iba por el bosque durante horas.

Absolutamente todo el mundo en contra, excepto una mocosa que de vez en cuando gritaba entre la voz de los adultos que hablaban del asunto con mucha gravedad:

-¡Se van a casar! ¡Se quieren mucho!

-¡Tú Cállate, niña! ¡Estamos hablando los mayores! ¡Qué sabrás tú!

-Sé...lo que pone en todos los cuentos: que la princesa se casa con el príncipe cuando se quieren mucho, y aunque encierren a la princesa y aunque el príncipe se vaya lejos, pero al final siempre se casan. Y sé lo de Dirty Dancing, que al final también acaban juntos y bailan muy bien, aunque al principio los padres no quieren. Y también lo de la Princesa Prometida, que aunque Westley se muere y Buttercup parece que se ha casado, al final se fugan juntos en caballos blancos, y también...

-¡QUE TE CALLES, NIÑA!

Si la cosa se ponía muy seria, al final me callaba. Y me iba a otro lado a jugar, o hacía como que me iba pero seguía escuchando desde el pasillo.

Por mi corta experiencia vital, me estaba pareciendo que el destino natural de toda oveja era encotrar su pareja y ser felices para siempre, tras superar esa fase de puteo que por lo visto, era bastante inevitable por uno u otro motivo.

Yo confiaba en los cuentos.

Ahora que lo pienso, también ocurría que en muchos de ellos, les pasaban cosas chulísimas a las princesas más pequeñas. La hermana pequeña siempre molaba. Así que la victoria del amor en la historia de mi hermana, de algún modo también garantizaba que algo muy bueno, una historia muy profunda me tendría que pasar a mí cuando fuera mayor.

Daba gusto ver cómo la gente iba callando su boquita a medida que pasaba el tiempo y ellos seguían juntos. Y cómo volvían a meter las narices en sus aburridas vidas, seguramente muchos de ellos y ellas envidiando tener ese valor, el de hacer lo que te salga del corazón contra viento y marea. Vivir el cuento.

Mi hermana y mi cuñado se casaron ocho años después de empezar a salir, sin prisas. De su boda hace diez años. Pasó el temporal y se les quedó el tiempo en una eterna primavera. Jamás les he visto discutir. Son felices y comen perdices de corral criadas en el suelo con pienso natural y yogures con bífidus activos.

En cuanto a mí, resultó que no me tocaba ser princesa. A mí me tocaba escribir este cuento.