viernes, 27 de septiembre de 2013

27 de septiembre de 2013

¿Sabes qué día es hoy? Hoy es 27 de septiembre. ¿Qué significa eso? Pues que hoy es el día que propuso Maximo Gorki allá por 1935 para que todo escritor, aspirante a, aficionado, espontáneo o anónimo narrara alguna vez en su vida. Lo hice el año pasado y lo vuelvo a hacer este año. Me gusta la idea. Lo que vas a leer a continuación es mi 27 de septiembre de 2013. 

00:00. Comienza el día. Hace quince minutos que llegué a casa. He estado cenando con Ely y Za, dos amigas que viven en mi barrio. Casualmente, con ellas compartí el año pasado la tarde-noche del 27 de septiembre. El año pasado por estas fechas, Ely y Za vivían juntas. Ahora Ely vive cerca con su novio, y Za sigue en la misma casa (un ático precioso con unas vistas que flipas) con otra compañera.  Yo tampoco vivo ya donde vivía el año pasado. Comienza mi 27 de septiembre y esto es lo primero que veo:


Me puse el pijama, me senté en el sofá, y a la gata le faltó tiempo para tumbarse en mis piernas y poner en marcha su Ronroneo Turbo. Estoy sin internet en casa estos días. Podría confesar que lo tenía pirata y que el chollo se acabó. Fue una medida de urgencia cuando me mudé porque no podía afrontar tanto gasto de golpe. Pero ya está: mañana (hoy) lo contrataré y ya  no habrá más cortes inesperados. Bueno, me lo podrán piratear a mí, claro. Es lo que pasa en un barrio lleno de cartelitos que dicen "Internet gratis, instalación 30 euros". O pinchas o te pinchan. Nota mental: recordar cambiar la clave a menudo.

Resulta que hoy, 27 de septiembre, faltan 5 meses (menos un día) para que cumpla 30 años, cosa que no voy a negar, me impone un poco, y llevo exactamente 5 meses viviendo en esta casa. Esta casa es un apartamento pequeño y precioso, recién reformado, que mis padres y yo encontramos en el momento justo por un precio más que razonable. Una ganga, vaya. Eso fue en marzo. Me mudé el 27 de abril y la gata y yo vivimos desde entonces sin sufrir caseros rácanos ni averías ni búsquedas periódicas de nuevos compis de piso. Allá en la Casita de Colores se quedó Encarna, que el año pasado por estas fechas se acababa de instalar. Ahora es otra gran amiga que tengo en el barrio, y lo agradezco mucho. Fue una suerte encontrarla. Además, me ha cuidado a los dragones. Me ha contado que Claudio y Claudia han pasado otro verano juntos y felices y cazando polillas sin parar.

Así que estoy en el sofá y contemplo mis libros. Hoy hice la primera gran reorganización desde que vivo aquí. Reordené todos mis libros, que son muchos. Cuando los miro me dan ganas de leerlos todos a la vez. Me encantan mis libros. La poesía ha ganado una balda, ahora las cuatro baldas más centrales de toda la estantería son suyas. Abajo, libros 'fundacionales'. Arriba a la derecha, teoría literaria. Aquí y allá, algunos objetos queridos, como la foto de la luna llena, arriba a la izquierda, tal y como estaba la noche de mi 29 cumpleaños, regalo de mi hermano (que se pasó horas en el frío de una noche de febrero hasta que salió perfecta) para mi 29 cumpleaños. 

Estos son más o menos la mitad. La otra mitad descansa sobre una balda aérea  que recorre el salón, cerca del techo. Intenté hacerle fotos a la balda aérea pero no salía favorecida. No importa, tampoco voy a enseñarte toda mi casa aquí. Si estás leyendo esto, también estás invitadx a venir, tomarte un par de cervezas conmigo y verlo por ti mismx.
En estos días de atrás he leído La perla de Steinbeck, después Casa de Muñecas de Ibsen y hoy he terminado Platafoma, de Houellebeq. Este último es el que me ha dejado sentimiento huérfano al terminarlo. Menudo cabrón, Houellebecq, qué bien escribe. Qué libre escribe. La verdad es que hace tiempo me leí Ampliación del campo de batalla y no me pareció la polla, de hecho no me gustó. Pero Plataforma sí. Sí. Mucho. Uf. Leeré más cosas suyas, seguro. 

una de mis baldas preferidas, junto con las cuatro baldas de poesía. libros que amo mucho mucho.

Al menos tengo internet en el móvil. Leo en él mi 27 de septiembre del año pasado antes de irme a dormir.
Han cambiado bastantes cosas. Otras no. 

Pongo la alarma a las 9:02 y me meto en la cama. La gata se queda durmiendo en una silla del salón. Esta noche no duerme conmigo. Me acaricio suave, entre las sábanas tibias, hasta que me duermo.

9:22: Me levanto después de dejar que suene el despertador un par de veces. Acaricio a la gata, que sigue en la misma silla de anoche. Preparo un mate y me lo tomo con calma mientras empiezo a escribir todo esto en mi cuaderno. 

Un post-it me recuerda que tengo que ir a comprar un teléfono inalámbrico, ya que la semana que viene me instalarán la línea. Hoy, mi única posibilidad de publicar esto es hacerlo desde el ordenador del trabajo. 

Son las 9:55, me doy una ducha rápida y aunque pensaba ponerme vaqueros y camiseta, decido estrenar un vestido azul de otoño que compré en las rebajas de verano. Voy a lucir los moratones que me adornan las piernas desde que hago baile en barra. Estos días tengo uno especialmente bonito en el gemelo derecho: tiene todos los colores del arco iris.

Pruebo suerte en una tienda de cosas de segunda mano. Me atiende un mulato de ojos claros. En la tienda hay docenas de móviles de última generación, pero ni un solo inalámbrico normal y corriente. El mulato me dice, justo antes de salir por la puerta, que siga con esa sonrisa. Yo no era consciente de estar sonriendo, y pienso que seguramente la crisis aprieta y hay que vender como sea, o que, en fin, la naturaleza caribeña es piropeadora y ya está. Cruzo de acera, entro al factory de electrodomésticos donde compré el frigorífico, el microondas, la lavadora, la batidora y un secador ultrapotente cuando me mudé. No me lo pienso: me compro el inalámbrico que menos espacio ocupa dentro de la gama de precio medio porque los baratos son muy grandes, y va tener que compartir balda con mi futuro router. 

Voy al súper. Compro cuatro cosas: pasta, salsa de setas, arena para la gata, helado de vainilla. No son ni las 11 y ya estoy de vuelta. 

Hago la cama. Después hago un zumo de naranja y me como un plátano. Barro la casa. Hago mimos a la gata. Fumo. Decido maquillarme. Hace muchos días que no me maquillo. Se supone que en mi trabajo debo ir maquillada y al principio lo hacía. Luego fui aborreciendo ese deber. Para mí, maquillarme fue siempre algo lúdico, algo agradable. Algo que significa que te vas de fiesta, o que has quedado con un tío, o que es una ocasión especial. No sé, no me acaba de convencer lo del maquillaje diario. Precisamente por eso, porque me gusta el maquillaje y no quiero aborrecerlo y no quiero que sea una obligación. Así que hace mucho que no me maquillo para venir a este trabajo, en el que me siento en tiempo de descuento, en una prórroga que me aburre, me desespera y me mantiene pensando en cuál será el próximo paso. Sigo aquí, sí, después del amago de despido colectivo de este verano, sigo aquí. Pero me he prometido que pase lo que pase no voy a cumplir mis 30 años trabajando aquí. No lo haré. 

El día está nublado, ha cambiado el tiempo que estaba soleado hasta ayer. Y yo me maquillo con calma. Aloe vera y luego base y luego polvos y colorete y lápiz de ojos marrón oscuro y máscara de pestañas y brillo de labios. 

Preparo la comida que me voy a llevar: ensalada, pasta con setas, higos. Y me sobra tiempo para sentarme a escribir otro tramo de mi día. Pienso qué libro empezar. Tengo algunos libros de esos que vas dejando y dejando y decido saldar una deuda: me leeré El renacimiento de Eva, escrito por Belén García, que es una amiga a la que conocí en un curso de creación literaria hace ya unos cuantos años. Lo presentó cuando yo estaba enfrascada en la carrera de teoría de la literatura, que no dejaba mucho tiempo para leer libros ajenos a los temarios. Bueno, pues más vale tarde que nunca. Hoy me lo empiezo. 

A las 13:00 estoy saliendo de casa hacia el trabajo. Metro. Transbordo. Metro. Transbordo. Metro. Llego al complejo de edificios y ficho. Creo que ya hablé suficientemente sobre mi trabajo el año pasado. Los viernes por la tarde no suele haber nada de nada, pero hoy sí. Tampoco es mucho. Una visita de unos noruegos que yo me imaginaba como vikingos macizos pero que luego no son para tanto. Me da tiempo a comer antes de que lleguen. Al igual que todos los días como sola en un cuartucho insípido. Hay pocas alegrías visuales en este trabajo. A las cinco y algo los noruegos se van. Salgo a fumarme un cigarro antes de sentarme a escribir todo esto. Mi compañera ve una peli o serie o lo que sea en su ordenador, a mi lado. Yo escribo. Paso fotos al ordenador. No han salido muy bien, la luz esta mañana era poco favorecedora. 

Hablo con Áurea por guasap. Quedamos para ir juntas mañana por la mañana a clase de telas aéreas. 
Chateo con Hor. Dice que esta noche viene a verme. 
Escribo. Publicaré esto justo antes de irme a casa, así que a la narración de mi día le faltarán cuatro horas. Previsiblemente, y salvo que me parta un rayo o algo así, llegaré a casa a eso de las 9, haré caso a mi gata y le daré su cena; leeré o escribiré un rato hasta que a eso de las once llegue Hor y cenemos algo. Y luego la gata ronroneará con el turbo y nosotros follaremos y después nos dormiremos como si no existiera el mal en el mundo. 

Sí, lo sé: esta última parte aún no ha ocurrido. 

Pero es mi día, y me lo escribo como quiero.