domingo, 19 de enero de 2014

suburbanos - hallelujah



entra en el vagón. un chico como de treinta años, alto, delgado, moreno, con vaqueros y sudadera; la verdad es que es guapete. tiene una cara interesante. se queda de pie. cuando el metro arranca, saca de su funda una preciosa flauta travesera y se pone a tocar el hallelujah con estilo y mucho sentimiento. 

a mitad de canción llegamos a la siguiente parada y ve que hay vigilantes de seguridad. instintivamente deja de tocar, se lleva la flauta a la espalda, se queda muy quieto y pone cara de póker. pienso que tiene la reacción de un mantero. de un camello. por tocar música en el metro. como si fuera droga, pienso.

el mundo está desvirtuado en algunos aspectos. que a mí me parezca un lujo, un privilegio, que un maromo me toque el hallelujah en vivo y en directo para amenizarme el viaje en metro y a otros les parezca ilegal es confuso. 

en cuanto el metro arranca vuelve a tocar y se concentra en seguida. ahora suena mejor. al menos para mí. ha hecho evidente que lo que suena es música prohibida. no deberíamos estar escuchando lo que estamos escuchando porque él no debería estar tocándolo ahí. él lo sabe, nosotras lo sabemos. no tengo muy claros los límites así que a veces no sé distinguir si lo que percibo efectivamente está fuera o sólo está en mí. es decir, no sé si alguien más lo ve como yo lo veo, pero en mi percepción se ha establecido una especie de vínculo breve e intenso entre el músico y nosotras (somos clara mayoría de mujeres en el vagón), su fortuito público. y esa pausa, lo prohibido, ha tenido algo que ver.

si no me equivoco, cuando al final de la canción recorre el vagón, somos más gente de lo habitual pagando por nuestra dosis de música.