En 1935, Máximo Gorki lanzó la propuesta a todos los escritores aficionados y profesionales, presentes y futuros, de escribir un día de su vida: el 27 de septiembre. Lo que vas a leer a continuación es mi particular 27 de septiembre de 2012.
Suena la alarma del móvil a las 6.08 de la madrugada. Hay toda una compleja y supersticiosa fórmula por la cual decido la hora precisa para despertar. Por eso son las 6:08 y no las 6:07 o 6:09, que en mis parámetros maniáticos no serían horas de buen augurio. Aún es noche cerrada.
La gata, que otros días se despierta y se levanta conmigo, hoy no hace el más mínimo amago. Permanece enroscada en su rincón favorito de la cama: a mis pies y cerca de la puerta. Duerme sobre la chaqueta de lana morada que yo llevaba puesta anoche. Sé que le gusta el calorcito que desprende y, por eso, a veces la dejo en la cama, en su rincón favorito. Dejarla dormir sobre mi chaqueta (y llenármela de pelos) es un capricho que le concedo de vez en cuando.
Bien, despierto lúcida para las horas que son y sé qué día es hoy: es 27 de Septiembre, y un post-it encima del escritorio escrito por mi yo de anoche se lo recuerda a mi yo de esta mañana por si acaso se me ha olvidado. El post-it dice: El día que hay que escribir. 27/9
Voy a darme una ducha. Sorpresa: me ha venido la regla, 17 días después de la última vez. Joder, no puede ser, pienso, pero es. No queda más remedio que resignarse a sangrar. Entro en la ducha. No queda más remedio que pensar: Vaya putada de buena mañana para dejar a la posteridad. Joder con el 27 de septiembre. Gorki, ¿qué opinas de esto? Dime que no es una putada: 17 días. Número primo. Mis ovarios me han hecho la 13/14. ¿Cuál de vosotros ha sido, cabrones? Seguro que has sido tú, Ovario Izquierdo. Zurdo cabrón. Espera, si todavía es septiembre, entonces es la segunda vez en el mismo mes. Es una menstruazul.
Desayuno mate. La gata sigue durmiendo. Me visto. Vestidito marrón, medias granates, calzas grises, botas marrones, chambergo, ¿llueve? me asomo: sigue siendo de noche. Pero parece que no llueve. Bolsa con el táper de la comida, bolso con lo imprescindible: abono transporte, libreta, móvil, llaves, un libro ¿qué libro? toca empezar libro y a ver, qué libro: delibero. A veces tardo más en decidir qué libro llevarme en el metro que qué ropa ponerme. Y a veces eso es un gran decir. Me decido por Colmillo Blanco, de Jack London. Me lo regaló ayer Juan (algún día os hablaré de la tienda de Juan, merece un capítulo aparte, pero básicamente es una cooperativa social de recogida y venta de muebles y objetos de todo tipo y condición. Le compré un estuche de dos mesas plegables alucinantes y, en sus palabras, 'evocadoras'. Y me regaló los dos libros que le quise comprar. Los tiene casi todos a cincuenta céntimos. Uno va allí en pleno arrebato consumista con dos euros, y sale con cuatro libros. Es genial. Total, que me llevo Colmillo Blanco.
En el último momento la gata aparece en la cocina con cara de sueño para que le dé algo de comer. Media latita y un poco de comida seca en previsión de un día largo. Ya no vuelvo hasta por la noche. Se queda comiendo. Sé que después de eso volverá a dormirse. Suertuda. Salgo de casa a las 7.00. Autobús. Metro. Transbordo. Metro. Transbordo. Metro.
PIII! Suena mi tarjeta en el acceso al Sector de Innovación a las 7:50.
Subo al vestuario, me pongo el uniforme de azafata. Camisa. Falda por la rodilla. Medias. Zapatos de tacón. Me recojo el pelo. Hoy hago turno doble, así que voy a estar doce horas aquí. Y ¿qué hago aquí? Acumular material narrativo, me digo, acumular material narrativo. Obtener perspectivas sociológicas y antropológicas.
Y ahora me paro a pensar. Qué contar. No sé si me explico. Es demasiado. Un complejo de edificios tan grande como este en el que trabajo es un auténtica ciudad. Describirlo sería contar la vida de una ciudad. Habría que centrarse en un departamento o en un edificio y escribir La Colmena. O La Tienda. Muy interesante si no fueran ya las 0:38 de la noche que ya es 28 de septiembre, en la que escribo todo esto, a menos de seis horas de volver a escuchar la alarma a las 6:08 para volver a pasar doce horas allí. Añádele que va a haber huelga de metro. El puto caos.
Qué contar. Ya. Sería más fácil contar si no trabajase ya allí. Ja. Porque todavía aprecio el sueldo que me llega cada mes. En papel y cuando ya no esté allí, tal vez me explayaría en las menudencias que componen las dinámicas que conforman la vida cotidiana de la Ciudad Empresarial. Los hilos que componen el tapiz, del que mi uniforme es apenas una puntada. Digo mi uniforme y no yo, porque eso soy aquí y eso quiero ser: el mero soporte del uniforme. Yo, sin el uniforme, no encajo aquí ni con calzador y no hay manera de esconderlo. La vaga y omnipresente sensación de caer mal. Las miradas de arriba a abajo. Las sonrisas que no lo son. Donde no hay trabajo mental y la gente se aburre, surge la costumbre de criticar a todo dios. Piques. Grupitos. Las que se ajuntan. Las que no. Es lo mismo a cualquier escala: creces para darte cuenta de que todo sigue siendo el cole. Desde la recepción a cualquier departamento en el que todo el mundo trabaja en silencio cuando está el jefe y se monta la algarabía cuando no está. Y medijeronquedijistequetedije y medijeronqueledijoqueledije paciencia, Val. Acumular material narrativo.
Y ahora me paro a pensar. Qué contar. No sé si me explico. Es demasiado. Un complejo de edificios tan grande como este en el que trabajo es un auténtica ciudad. Describirlo sería contar la vida de una ciudad. Habría que centrarse en un departamento o en un edificio y escribir La Colmena. O La Tienda. Muy interesante si no fueran ya las 0:38 de la noche que ya es 28 de septiembre, en la que escribo todo esto, a menos de seis horas de volver a escuchar la alarma a las 6:08 para volver a pasar doce horas allí. Añádele que va a haber huelga de metro. El puto caos.
Qué contar. Ya. Sería más fácil contar si no trabajase ya allí. Ja. Porque todavía aprecio el sueldo que me llega cada mes. En papel y cuando ya no esté allí, tal vez me explayaría en las menudencias que componen las dinámicas que conforman la vida cotidiana de la Ciudad Empresarial. Los hilos que componen el tapiz, del que mi uniforme es apenas una puntada. Digo mi uniforme y no yo, porque eso soy aquí y eso quiero ser: el mero soporte del uniforme. Yo, sin el uniforme, no encajo aquí ni con calzador y no hay manera de esconderlo. La vaga y omnipresente sensación de caer mal. Las miradas de arriba a abajo. Las sonrisas que no lo son. Donde no hay trabajo mental y la gente se aburre, surge la costumbre de criticar a todo dios. Piques. Grupitos. Las que se ajuntan. Las que no. Es lo mismo a cualquier escala: creces para darte cuenta de que todo sigue siendo el cole. Desde la recepción a cualquier departamento en el que todo el mundo trabaja en silencio cuando está el jefe y se monta la algarabía cuando no está. Y medijeronquedijistequetedije y medijeronqueledijoqueledije paciencia, Val. Acumular material narrativo.
El caso es que es una ciudad. Un microcosmos. Con barrios. Con clases sociales, de las cuales las azafatas pertenecemos a las bajas. Camareros, vigilantes de seguridad, personal de limpieza y de mantenimiento, jardineros, recepcionistas, azafatas. En mi edificio, que tiene un hall, dos recepciones y dos sectores, esos somos los de uniforme impuesto. Luego están 'los de arriba'. Los de los departamentos. Algunas azafatas acaban ascendiendo a secretarias o trabajando en departamentos. Cada vez menos, claro, la crisis y todo eso, pero ocurre. En principio la mayoría estamos allí como trabajo a compaginar con los estudios. Casi todas estudian o han estudiado alguna carrera, o varias. Si es una carrera afín al sector de la Empresa Multinacional en la que trabajamos, a base de tiempo y paciencia pueden acabar optando a un puesto de algo relacionado. Si lo que han estudiado no tiene nada que ver, el reto de este trabajo es poder dejarlo por otro. Hay poca vocación. Se considera trabajo de paso. Hay que intentar no acomodarse o te come la vida. Lo sabemos. Hay que dejarlo. Nos repetimos, algunas: hay que salir de aquí. No sólo nosotras, claro. Siempre alguien lo dice de vez en cuando. Esto es un gigante, algo que se mueve por el impulso de miles de almas dejando su tiempo y su energía en un trabajo que una buena hace porque no tiene alternativa a la vista.
Luego hay gente en puestos intermedios, como los que trabajan en la parte del edificio de cuya recepción nos encargamos cuatro compañeras (tres por la mañana y dos por la tarde) más y yo: el Sector de Innovación. La mayoría son ingenieros. Y una antigua compañera azafata y buena amiga, que ascendió por un asunto de justicia poética. Y luego están los de la otra parte del edificio. Los Jefazos, y sus secretarias, y sus subsecretarias, y así. Ese sector tiene su propia recepción, más grande y con más azafatas, rodeadas de vigilantes de seguridad y escáneres y tornos de acceso. La seguridad es muy fuerte en este edificio y sobre todo en el acceso al Sector de los Jefazos. Son los de uniforme no impuesto, pero que llevan uniforme igual. Los trajeados. Las arregladas. Los taconazos, los bolsos caros. Como una señal para que lo contara -no lo puedo ignorar- hoy, después de semanas sin verla, me crucé dos veces con la Taconetti. La máxima expresión de lo que pasa a veces con 'las de arriba'. Quince centímetros de tacón, de marcas prohibitivamente caras, todos y cada uno de los días del año. Ropa ajustadísima, maquillaje exagerado, bronceado perpetuo. El esperpento.
En mi Sector hay varias salas de reuniones. Las azafatas nos ocupamos de la recepción y de manera muy general, de las salas. Que estén ordenadas, que esté todo bien. Y si no lo está, pasar el aviso a quien lo tenga que poner bien. Llevar cosas de acá para allá. Necesitan más sillas. Piden una pizarra. Hay que avisar a los técnicos Hay que avisar a limpieza Hay que avisar a cafetería Hay que avisar a fulano de tal. Que bajen la temperatura de la sala 5. Que suban la temperatura de la sala 6. Hoy había muchas, muchas reuniones. Vienen visitas concertadas de potenciales clientes. Los ingenieros del departamento muestran con su mejor sonrisa y un ensayado discurso las soluciones innovadoras que tienen para las empresas de los potenciales clientes. Salas temáticas. Pantallas enormes. Aplicaciones para todo. Cómo hacer más eficiente su empresa con nuestras soluciones inteligentes. Supermercados inteligentes, bancos inteligentes, compras inteligentes, pantallas inteligentes, humanos idiotas. Regalo corporativo. Depende quién sea el cliente, mejor o peor regalo. Depende quién sea el cliente, catering sí o catering no.
Nosotras abrimos con tarjetas magnéticas los tornos de acceso de las visitas. PII pita el acceso. Tenemos que levantarnos cada vez. No hay un botón desde recepción para abrirlos. Hay que levantarse a abrir. Cada vez. Docenas de veces al cabo de las horas. Es una batalla con los de Seguridad, que tienen un botón para abrir pero no lo hacen. Está fuera de su jurisdicción. Sí, hay un pique sostenido con ellos que a veces anima el cotarro. Si tiene que salir mucha gente y no abren ellos, tenemos que hacerlo manualmente nosotras y aquello pita como un demonio porque tenemos que mantener la mano puesta en el sensor del torno para que salgan las por ejemplo cien personas del auditorio y pita mucho más alto de lo normal- PIIIIII PIIIIIII PIIIIII PIIIII PIIIIIII PIIIIIIII PIIIIIIIII PIIIIIIII PIIIIIIIII PIIIIIIIII PIIIIIIIIII PIIIIIIIII PIIIIIIIII PIIIIIIIIII PIIIIIIIII PIIIIIIIIIIII PIIIIIIIIIII -se hacen los suecos porque no les sale de sus cojones gordos darle al botón que tienen junto a su lado. Imponer el único poder que tienes, y hacerlo para joder. Como venganza podemos dejar un post-it pegado en el sensor y sentarnos mientras aquello pita. Ajá. Dije que todavía apreciaba el sueldo que me llega. Bien. Otro tema.
Eso: que también hay un auditorio. Mientras transcurren estas visitas en el Sector con potenciales clientes o hay reuniones en el auditorio, una de nosotras tiene que dejar la recepción y estar por ahí, en el pasillo donde están las salas. Paseándose o quieta, pero por ahí. Haciendo nada. Por si necesitan algo. El sitio es de un rollo un poco minimalista-futurista. Pasillo ancho, paredes como espejos negros, pantallas incrustadas. Videos en bucle. Musiquita corporativa en bucle. Y una 'azafata virtual' al final del pasillo, a tamaño real, de aspecto creíble aunque fantasmagórico "es una retroproyección" eso dicen siempre a las visitas, yo puedo asegurar que es una pantalla antropomorfa que no interactúa ni leches. Dice su discurso, en inglés y en español, y ya. La venden como la 'azafata virtual'. Pero vaya, que es una pantalla. Juro que hay gente que se hace fotos con ella. Y juraría que más de uno le ha tocado las tetas virtuales. Tremendo.
Así que mientras hay visitas estamos un poco como pasmarotes por el pasillo. Rotamos cada media hora. Algo a nuestro favor es que no nos dicen nada por estar con el móvil más o menos discretamente. Antes de tener un movil guay a mí eso no me interesaba mucho y me aburría un huevo. Pero ahora es otra cosa. Me toca bajar al pasillo. Los ovarios me están torturando. Ya he empezado a leerlo en el metro y estoy enganchadísima, así que me descargo en el móvil Colmillo Blanco y leo. Es lo que hago hoy, por encima de ninguna otra cosa. Leo esa pedazo de historia. Cuando me toca estar en recepción, leo en el libro. Cuando me toca bajar al pasillo, lo hago en el móvil.
Cuando me preguntan, contesto. Cuando es pertinente, sonrío y saludo. Cuando llegan visitas, me levanto, abro el acceso y doy los buenos días, pregunto sus nombres y llamo a la persona correspondiente. Cuando se van, me levanto para abrir. Hago como que estoy allí. Pero no lo estoy: me he pasado el día con Colmillo Blanco.
También hoy salgo a fumar con Mon. Es técnico audiovisual del Sector. Da gusto hablar con él, porque se puede hablar de annunakis y de limoneros y de misterios. Pero hoy hablamos de Madrid. De la manifestación del otro día. De las ostias en la estación de Atocha. De que la gente parece cada vez más cabreada en general. Hace frío en el fumadero.
Al igual que la mayoría de los días, como sola en el office de mi sector, en la mesita individual que hay junto al montacargas en el que subo y bajo mi comida al office del departamento, que es donde está el microondas. Es un sitio inhóspito para comer, pero ya me he acostumbrado. Hay cámaras frigoríficas y sus zumbidos, zzzzzzzzmmmmzzzzzzzmmmmzzzzzzmmmmmmzzzzzmmmm, una máquina de hielo que apenas se usa y que de vez en cuando suena cracscracscracs, una pila para lavar los platos, armarios donde guardamos utensilios de todo un poco y cosas para picotear y comer y poco más. Es muy estrecho y alargado, sin ventanas, perfectamente camuflado tras una pared del pasillo. Tocas un panel y...sorpresa. Como en las habitaciones secretas de las pelis. Nadie diría que hay un cuarto ahí detrás.
No puedo dejar de leer Colmillo Blanco mientras como un cocido que me mandó mi madre en un táper en mi última visita. Algo tan familiar y tan materno en un lugar así y vestida de uniforme te alimenta las raíces del espíritu. Y Colmillo Blanco también.
La tarde pasa más tranquila. La dinámica no cambia mucho. Me duelen los pies. Al final apagamos equipos, nos cambiamos de ropa -mi ropa, por fin- me suelto el pelo PII pita el acceso al pasar mi tarjeta.
20.05 Metro. Transbordo. Metro. Transbordo. Metro. Por fin, 20:50, la calle. Este barrio.
Voy a casa de Ely y Za, amigas entrañables que me pillan de camino a casa. Tenemos mucha suerte de ser vecinas. Aunque pronto me vaya de esta casa. Tendremos suerte de haberlo sido. Están con otro amigo. Hablamos de nosotros. Hablamos de lo demás. De la manifestación del otro día. Del bruxismo. Del mercatrueque que vamos a organizar. De la tienda de Juan, de la que ellas son también asiduas. De que hoy es 27 de septiembre. 2:10. Gorki me ha dejado menos de cuatro horas de sueño esta noche. Hablamos de postales. Ely me regala una postal. Me faltan 9 páginas para terminar Colmillo Blanco. Lo llevo en el bolso, en papel y en el móvil. Les dejo el libro allí. Yo me lo acabaré de leer en pantalla. Pero ya me ha gustado tanto que ya necesito compartirlo. Incluso antes de acabar. Za me regala un libro. Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuerámos tú y yo, de Albert Espinosa. Para cuando me termine dentro de unas horas Colmillo Blanco.
Me llama la nueva compañera de piso. Ya está en casa. Después de un par de fines de semana trayendo cosas, hoy se instala definitivamente. Voy para allá. Llamo a mi madre de camino. Llamo a Horacio de camino. Nos contamos cosas, me cuenta su día. Llego al portal. Me impaciento porque estoy cansada y porque no quiero entrar a casa hablando por el móvil y que la conversación se alargue mucho porque la nueva compañera de piso está esperando para saludar. Colgamos. Y me enfado un poco conmigo misma porque sé que hoy, justo hoy, me he propuesto contar mi día y no se lo he contado a él, que ha tenido un interesante 27 de Septiembre. Es la voz la que tengo cansada. Hablar por teléfono me cansa. Los dedos, en cambio, a menudo vuelan. Bailan. Nota mental: Decirle que le quiero muchísimo antes de irme a dormir.
Entro en casa. Saludo a la nueva compi. Saludo a mi otra compi, que en un mes se irá. Esto es un trajín. Ambas se van a dormir al poco rato. Yo debo hacer caso a mi gata, que pide mimos y comida y juegos y quiere que me deje morder un poco y quiere ronronear. Me meto a la ducha y me lavo el pelo, me lo seco con el secador lo más rápido posible para no molestar demasiado porque pasan ya las doce menos cuarto, y me preparo un mate ante lo que preveo será una noche corta: apenas tres horas y media de sueño me esperan.
En pijama y con la chaqueta de lana morada, me siento frente al portátil en el escritorio de mi habitación, junto al ventanal en el que la gata y yo miramos en busca de los dragoncitos Claudio y Claudia. Hace noches que no hay ni rastro de ellos. Me daría mucha pena que ya se hayan ido a hibernar. Tengo que comprobarlo, pero creo que el año pasado tardaron más en irse.
Y a menos cinco pasadas la gata se acurruca en mis piernas, metiendo la cabeza entre la chaqueta y yo. Ronroneando con el turbo puesto. Colmilla Blanca, que sólo tienes un colmillo. Gata mellá. Gata preciosa.
Y creo que voy a dejar que duerma sobre la chaqueta esta noche también.