Yo quería salvarla. Lo llevaba diciendo desde que era pequeña:
'Cuando me vaya de casa tendré una gata"
Siempre hemos tenido gatos y no. Mis padres tienen una casa en el campo. No es un pueblo, es una urbanización. Suena como muy pijo pero en este caso no lo es. Es el campo. Una urbanización cuya empresa constructora quebró antes de que yo naciera, dejando gran parte de las calles sin asfaltar y las farolas sin poner. La zona en la que mis padres tienen la casa permaneció así, sin asfalto ni aceras ni farolas, hasta que yo tuve más o menos quince años. En estado bastante salvaje. Íbamos allí cada fin de semana, cada Navidad, y también a pasar todo el verano y cualquier festivo.
Mis padres no son de tener animales de compañía. Si decidieron tener gatos fue porque había ratones. Para ellos eran unos bichos simpáticos pero más que nada funcionales. Nada de entrar en casa a llenarlo todo de pelos. Los gatos dormían en el garaje, les echábamos de comer cuando íbamos y si no íbamos en unos días, cazaban. Lo más normal al llegar allí era encontrar las vísceras o el esqueleto de un conejo en el felpudo de la puerta, cosa que ponía de los nervios a mi madre, pero que en realidad es un gesto muy bonito por parte del gato hacia su dueño.
Yo sí que insistí para dejarles entrar en casa. Durante años camparon por los sofás a sus anchas, incluso dormían en mi cama hasta que nos íbamos a dormir y era de obligación sacarles al garaje. Yo no quería. Me daba mucha pena. Siempre he tenido debilidad por los gatos, y ellos por mí.
Siempre dije que me llevaría uno conmigo. Porque el campo es duro. Tienen libertad, claro, y viven aventuras alucinantes que ni sospechamos. Guerrillas de territorio, broncas por las hembras, exploración de territorios hasta donde quieran llegar. No hay límite. Pero también enferman, y les atropellan en la puerta de casa, o les mata un perro, o pillan leucemia felina, o les envenenan los gilipollas que prefieren poner veneno para ratones antes que tener un gato. Nunca mueren de viejos. O desaparecen sin más, o te los encuentras hayan muerto como hayan muerto. Yo sufría mucho con eso, sigo sufriendo.
Así que cuando me vine a vivir a Madrid, me traje una gatita de la camada de ese año. Vi que tenía pinta más de gata de piso que de campo, que probablemete lo iba a pasar mal allí, porque era una época de superpoblación gatuna y era previsible que hubiera duras luchas territoriales ese año entre los que se quedaran por allí.
Efectivamente ese invierno hubo muchas bajas entre los gatos camperos.
A mí me hubiera gustado una casa con patio, o un bajo. Para que mi gata pudiera entrar y salir. O que no hubiera sido tan arisca la puñetera, que no pude acostumbrarla al arnés ni nada parecido, aunque lo intenté. Yo quería bajarla al parque que hay bajo mi casa, pero no hay manera. Alguna vez la he llevado al campo y le encanta, pero muy pocas veces, porque lo del transportín le cuesta mucho también.
Así que es más salvaje de lo que yo pensaba, es cierto. No hay quien pueda con ella.
En fin, sé lo bueno y lo malo.
Lo bueno es que los gatos se adaptan a todo. Le encanta el calorcito, el radiador, dormir en mi cama, tener su arena limpia, comer a las 2 y a las 9, a veces un poquitín de leche para desayunar. Le encanta dormir encima de mí, hacerse una rosquita. Le gusta estar limpia y escuchar música. Correr como una loca saltando entre los sillones. He visto su mirada extasiada de placer mientras suena Yann Tiersen. Le encanta mirarse al espejo.
Lo malo es que no puedo tener otro gato. Y casi nunca tiene contacto con seres iguales a ella, y esto le molesta a ella y a mí también. Que no puede salir a la calle porque vivimos en un tercero. A veces se escapa al rellano, y sube al cuarto. Porque cree que la salida está hacia arriba, no hacia abajo. Lógico. Y me da pena. Que no ha podido tener gatitos, aunque a las dos nos encantaría. Que se despierta, recorre la casa y ya está, ya lo conoce todo. Se aburre. Y me pide jugar, jugar, jugar, correr por la casa, esconderse para que la busque. Es normal. Y a mí a veces no me apetece, y me da rabia. Este año intentaré llevarla más al campo. A ver si consigue acostumbrarse por fin al transportín.
Tiene cuatro años. No quiero tenerla en una burbuja, no es justo. No tengo medios ahora mismo para que pueda ser más feliz de lo que es. Y me jode. Esto cambiará, cueste lo que cueste tendré que darle más libertad. Aún con el riesgo que conlleva: llevarla al campo y que le dé por salir corriendo, sería una cosa chunga. Es una gata bastante imprevisible y creo que siempre será un poco puñetera para eso. No hace ni puto caso. Pero quiero que algún día corra todo lo que le de la gana, y que no sea en círculos, de un sofá a otro, de un sofá a otro, joder.
Hoy voy a ordenar la habitación, gatuna. Lo voy a poner todo patas arriba. Eso te encanta, te pones como loca. Y el mes que viene, te llevaré un fin de semana al campo. Sé que necesitas unas vacaciones.