Es uno de los mejores magos del mundo. Tanto, que lleva desde niño haciendo creer a todos que es un virtuoso violinista. Ni siquiera su familia, perteneciente a una larga tradición de magos, había descubierto el truco. Una ceremoniosa tarde, cuando estaba a punto de caer la noche, el padre paró el atardecer. Era uno de sus mejores trucos. Durante unos minutos que nunca acabaron cedió a su pequeño la varita que pasaba de generación en generación: una varita de más de trescientos años que Ali Narakami recibió y acto seguido convirtió en arco. De su otra mano se condensó la ilusión de un violín. Y comenzó a tocar. La familia de magos, convertidos en espectadores de un truco que nunca antes habían presenciado, admitieron que la pericia del niño con el instrumento era algo fuera de lo común. Después de meditarlo durante siete días y siete noches, decidieron que era conveniente orientarlo hacia esa carrera, lejos de la farándula y la ingrata vida de gran parte de los ilusionistas.
De manera que Ali Narakami siguió haciendo creer que tocaba y estudió en los más exigentes conservatorios musicales. Poco a poco empezó a ser conocido y dio importantes conciertos en los lugares más prestigiosos. Pero era un mago entre músicos y no podía disimularlo: no dejaba indiferente a nadie. Los puristas asistían a algo que no comprendían pero que técnicamente no podían criticar y eso les cabreaba. Decían que lo que hacía estaba mal, mal, mal, moralmente mal querían decir, y que su aspecto no era el de un músico serio. En lo último tenían razón: Ali Narakami es como un músico de rock con un violín al cuello. El resto se debatía entre el embelesamiento y el trance. Pero el truco. Es que el truco es muy bueno: los que acuden esperando ver una actuación musical salen más que menos desconcertados y agitados. Algo rompe sus expectativas. Acuden a escuchar música clásica y salen cocleando un entusiasmado sí pero no. No son muy conscientes de que lo que han visto es magia, porque hoy por hoy y sea por lo que sea, la magia y la música clásica no parecen compartir el mismo segmento de público.
Pero ahí fui yo, aprendiz de maga en interminable búsqueda de las palabras mágicas y de raras avis. Fui al concierto del violinista y me di cuenta de que era mago cuando la música comenzó a brotar compacta. Comenzó a brotar como materia. La música se extendía por la sala a chorros, hirientes, envolventes y embriagadores. El truco funcionaba. La gente estaba entregada y se dejaba hacer. La mujer que se sentaba a mi lado decía -¡qué barbaridad! ¡hace lo que quiere con él! ¡sólo le falta hablar!- y era cierto: al violín sólo le faltaba hablar. Yo veía esas ramas de enredadera y cómo podía dirigirlas a su voluntad. Vi cómo nos amarraban, sentí cómo nos levantaban uno a uno de nuestras sillas, cómo el suelo se anochecía y quedaba en el suspenso de las horas: el viejo y hermoso truco de parar el tiempo. Supe que era una gran estrategia para desnudar a cualquier chica del público ante la mirada hipnotizada e inconsciente de su novio, cuando clacs,
reventó una cuerda del violín, látigo finísimo que restalló como un pellizco colectivo en los estómagos.
-¡Ha estallado una cuerda! ¡no lo puedo creer! ¡la ha roto!- murmuraba, atónita, la gente.
Cambió la cuerda al momento, levanto mis mangas para que veáis que no tengo cartas escondidas y entonces volvió a hacer como que tocaba, y uno a uno, despacito, uno a uno, con mimo, con caricias, los chorros de música nos devolvieron a nuestros asientos.
El mago se guardó todos nuestros aplausos, saludó sonriente, guardó su varita. Le esperé a la salida. Para decirle camino del metro:
-Sabes, creo que te he pillado el truco.