viernes, 22 de junio de 2012

la venganza de las Manojas


Esperé mucho tiempo para poder vengar a las Manojas. Yo era pequeña. Cuando mataron a las manojas tenía seis o siete, y cuando me vengué tenía ocho o nueve años. No tenía libertad de movimientos, no me dejaban salir sola a ningún lado. Pero luego me cambiaron de colegio y eso mejoró. Mi nuevo colegio estaba justo en frente de casa. Apenas había que cruzar la calle. Y pronto me dejaron volver sola, porque estaba tan cerca que mi madre podía asomarse a la ventana a la hora de la salida y verme cruzar la calle.

Éramos dos familias en cada planta. Yo vivía en la tercera. En el B. El señor Turón vivía en el segundo. En el A. En el segundo B vivía un matrimonio mayor y gruñón. Siempre se quejaban de que hacíamos ruido. Los llamaré 'el señor Angustio y su mujer'. Y no, no lo hacíamos. Pero siempre se quejaban. Mis padres no ponían música casi nunca, ni mucho menos alta, ni nos dejaban jugar con pelotas ni balones ni patines en casa, ni había mucho espacio que digamos para correr, ni nada de eso. Un día subieron diciendo que les molestaba el ruido de nuestro aire acondicionado. No teníamos aire acondicionado. Total que no me caían bien, el señor Angustio y su mujer.

Yo volvía del colegio cada mediodía y subía las escaleras hasta mi piso. Y me acordaba muchas veces de las Manojas. Un día algo me hizo clic. Miré sus felpudos. Y los intercambié; uno en el lugar del otro. Y subí hasta mi casa como si nada. Había descubierto mi único momento de poder: mientras subía el tramo de escaleras estaba sola. Podía actuar. 

El primer día no le dieron mucha importancia. Los volvieron a poner en su lugar. La segunda vez, preguntaron qué pasaba. Quizá la señora que limpiaba el portal se había confundido....por segunda vez. Pero no. Ella no lo había hecho. Porque no teníamos señora que limpiara el portal. Lo hacía cada vecina, una semana cada una. La tercera vez me crecí. Comenzó el desconcierto. Empezaron a preguntar. Empezaron a sospechar de unos niños del barrio, dos gemelos con fama de traviesos. Bueno, era una fama merecida. Eran unos cabroncetes. Vivían en el décimo piso, y cuando otros niños jugábamos en la calle, consideraban  divertido tirarnos globos e incluso bolsas de la compra llenas de agua. Así que pensé: que se fastidien. Venganzas colaterales. Un plan perfecto. Mi madre me preguntó. Yo dije que no sabía nada. Yo no era niña de mala fama y me aproveché. Puse ojitos de cordera. Nadie sospechaba de mí.

Después de eso me superé. Dejé pasar unos días para dar tregua al enemigo y luego intercambié los felpudos del segundo piso con los del primero. El puto caos.

Y claro, me pasó algo que pasa hasta en las mejores familias de delincuentes justicieros: me confié. Si lo hubiera dejado ahí, hubiera sido un misterio por los siglos de los siglos. Pero no supe parar a tiempo. Así que la última vez, días después, observé el rellano. Nadie. Escuché las escaleras. Nadie bajando, nadie subiendo. Ataqué. Agarré el felpudo y entonces la puerta del señor Turón se abrió súbitamente y se escuchó:

¡te pillé!

Me pilló. In fraganti. Me subió de la oreja a casa de mi madre que me echó la regañina ejemplar y el cachete de turno delante del señor ofendido para que viera que metía a sus hijos en vereda. Pero tengo el recuerdo de verla medio riéndose al cerrar la puerta. Yo creo que a ella tampoco le caía bien el señor Turón. Para poder pillarme así, con las manos en la masa, está claro que se pasó más de una mañana y de una tarde sin despegarse de la mirilla de la puerta, encabronado y desconcertado. Me compensó el castigo. Por supuesto, me trajo el deshonor ante los vecinos: desde entonces y durante bastante tiempo niña mala. En casa me preguntaron, unas cuantas veces, pero nunca quise decir por qué. Les había extrañado, porque yo no era niña de travesuras de ese tipo, a mala leche. Pero claro, es que no fue una travesura. Fue mi primera pequeña venganza.