No es lo mismo.
Antes, cuando recibía una carta, una carta de verdad, escrita a mano, de algún amigo o amiga, esa emoción del instante, no tiene nada que ver con lo de ahora.
Es otra cosa. El sonido del chat del messenger, o el del facebook, o el del tuenti, o el de badú, o de gmail, o del skype, esos sonidos que se graban en el cerebro. El sonido del móvil cuando suena un mensaje. Ese instante. Ese sonido. O el color azul, el intenso azul eléctrico del sobrecito -el sobrecito- que aparece en mi móvil cuando llega un mensaje. Ese azul, con su pitido característico.
Ante este estímulo (el sonido que precede a las palabras) mi cerebro saliva, en un condicionamiento clásicamente puñetero que viene a decir lo de siempre: soy una perra. Una perra de Pavlov.