sentenció mi madre mientras rehogaba el sofrito.
Y es verdad. Mamá tiene razón.
Hambre, si no escriben. Desazón como una especie de sed. Privar de escribir a quien tiene esa necesidad supone la muerte del alma por inanición.
Porque cualquier escritor se come sus palabras. Me las como y me alimentan. Las bebo y me emborrachan.
Y las palabras de otros. No las de cualquiera, no todo alimenta igual. Pero las de Julia, las de Sylvia, las de Anne, mi querido Primo. Tanto manjar.
-Tienes razón- y mi madre se asoma desde los fogones, sorprendida
-¿sí?
-Sí. Es verdad que los poetas se mueren de hambre.
y sigue rehogando el sofrito con el entrecejo un poco fruncido; algo hay que no le cuadra.