Digamos que a mi edad, Alejandro Magno ya tenía al Imperio Persa bien cogido por los huevos.
A mi edad, hacía rato que Mary Shelley había escrito Frankenstein; Miguel Hernández había publicado Perito en Lunas y Espido Freire había ganado el premio Planeta.
A mi edad, los gimnastas se retiran.
Yo lo sé. Mi madre no es que lo sepa, pero debe ser que lo intuye. Por eso cada vez que hablamos por teléfono y cada vez que voy a verla, me dice (a veces con voz suave y condescendiente, y otras áspera e imperativa)
-Oposita, hija mía, oposita. Que tienes veintiséis años. A tu edad, tu hermana ya tenía la carrera hecha, un buen trabajo, una casa en el centro, un marido estupendo y un par de hijos guapísimos. Y a ti sólo se te ocurre ponerte a estudiar otra carrera. Que vives de alquiler compartido, sólo encuentras trabajos basura y no tienes ni novio.
Está bien, joder. Lleva toda la razón. Toda, y ojalá pudiera desear que me creciera el culo en la misma silla toda la vida. Ojalá pudiera soportar un trabajo rutinario, para siempre, y ojalá pudiera desear una hipoteca y una casita de desprotección oficial en la pequeña ciudad de donde vengo, allá en mitad de la nada.
Pero no puedo. Igual que el olmo no da peras. Seguro que a veces molaría que diera peras; pero es que es un olmo.
Bukowski sobrevivía en trabajos de mierda. No publicó un libro hasta pasados los cincuenta. Gloria Fuertes trabajaba de secretaria 'en oficinas inmundas'. Astrid Lindgren ganó su primer concurso pasados los treinta. Y había sido madre soltera a los dieciocho.
No hace falta ser un puto genio. Está claro que no puede haber mil Shakespeares en el mundo. Pero habrá que luchar por lo que se ama, digo yo. Y tratar de hacerlo lo mejor posible. Y si hay que fracasar cien veces, pues qué le vamos a hacer.
Habrá que fracasar cien veces.
Y habrá que reponerse ciento una.